Para la gente que vive en el desierto, lugar árido y seco con poca lluvia, el acceso al agua es fuente de vida. En el evangelio de este domingo tenemos a Jesus en territorio samaritano conversando con una samaritana junto al pozo de Jacob. El evangelista Juan nos presenta una escena que va más allá de un simple encuentro de Jesús con la samaritana. La samaritana no es simplemente una mujer; Jesus no es simplemente un judío; y el agua no es simplemente agua. La samaritana es imagen del Israel infiel; es el pueblo prostituido con otros dioses; es también símbolo del alma sedienta del agua viva. Jesus es el Hijo de Dios, el Mesías, el que tenía que venir. El agua representa la vida en Cristo, similar a la imagen del pan bajado del cielo. Para este tercer domingo de nuestra jornada cuaresmal este evangelio nos pone un espejo para vernos en la figura de la samaritana.
Jesus le dice a la samaritana (y a nosotros): “Si conocieras el don de Dios y quién es el que te pide de beber, tú le pedirías a él, y él te daría agua viva”. Como es común en los evangelios los interlocutores de Jesús toman sus palabras literalmente, algo que también hacemos mucho hoy. El “conocer el don de Dios” no es algo que encontramos en un libro, en una charla, en una oración o en alguna sabiduría humana. A donde Jesus llama a la samaritana (y a nosotros) es a nuestro vacío, a nuestra oscuridad, a nuestras heridas, a nuestra muerte en vida, a reconocer que vivimos en enemistad y separación con Dios, lo cual nos pone en conflicto y separación con el prójimo, y ajenos a nuestra verdadera identidad y dignidad como hijos/as de Dios. En resumen, conocernos a nosotros mismos. Conoceremos el don de Dios cuando reconozcamos nuestra necesidad, nuestra sed de Él. Si no hay sed de Dios difícilmente buscaremos la fuente de agua viva: Cristo.
Jesus le dice a la samaritana (y a nosotros): “el agua que yo le daré se convertirá dentro de él en un manantial capaz de dar la vida eterna.” El agua viva que Jesus nos ofrece es el mismo, el Reinado de Dios ya presente entre nosotros. La jornada cuaresmal es el llamado a hacer conciencia de donde nos encontramos hoy; de hacer un discernimiento sincero y profundo de nuestra relación con Dios, el prójimo y nosotros mismos. Todas nuestras prácticas cuaresmales desde los ayunos, oraciones, penitencias, vía crucis, sacrificios, y otras devociones tienen un solo propósito: dejar en claro nuestra sed de aquel que solamente puede responder a nuestra necesidad. Tenemos que hacer nuestras las palabras de la samaritana: “Señor, dame de esa agua.” Y aunque quizás no entendamos las palabras de Jesús literalmente, él nos dice: “Soy yo, el que habla contigo”. Ningún rito, ninguna devoción, ninguna oración, ninguna práctica religiosa, sacrificios u ofrenda nos dará lo que solamente podemos obtener cuando reconozcamos nuestra sed y necesidad de Dios.
🙏3rd Sunday of Lent🙏
For people who live in the desert, an arid and dry place with little rain, access to water is a source of life. In this Sunday’s gospel we have Jesus in Samaritan territory talking with a Samaritan woman by Jacob’s well. The evangelist John presents us with a scene that goes beyond a simple meeting of Jesus with the Samaritan woman. The Samaritan is not simply a woman; Jesus is not just a Jew; and water is not just water. The Samaritan woman is the image of unfaithful Israel; it is the people prostituted with other gods; she is also a symbol of the soul thirsty for living water. Jesus is the Son of God, the Messiah, the one who was to come. The water represents life in Christ, similar to the image of the bread come down from heaven. For this third Sunday of our Lenten journey, this gospel offers us a mirror to see ourselves in the image of the Samaritan woman.
Jesus tells the Samaritan woman (and us): “If you knew the gift of God and who it is that asks you for a drink, you would ask him, and he would give you living water.” As is common in the gospels, Jesus’ interlocutors take his words literally, something we also do a lot today. “Knowing the gift of God” is not something we find in a book, in a talk, in a prayer, or in some human wisdom. Where Jesus calls the Samaritan woman (and us) is to our emptiness, to our darkness, to our wounds, to our living death, to recognize that we live in enmity and separation from God, which puts us in conflict and separation with our neighbor, and alien to our true identity and dignity as children of God. In other words, to know ourselves. We will know the gift of God when we recognize our need, our thirst for Him. If there is no thirst for God, we will hardly seek the source of living water: Christ.
Jesus tells the Samaritan woman (and us): “the water that I will give him will become within him a spring capable of giving eternal life.” The living water that Jesus offers us is himself, the Reign of God already present among us. The Lenten journey is the call to our awareness of where we are today; to make a sincere and profound discernment of our relationship with God, our neighbor and ourselves. All our Lenten practices from fasting, prayers, penances, via crucis, sacrifices, and other devotions have but one purpose: to make clear our thirst for the one who can only satisfy our need. We have to make our own the words of the Samaritan woman: “Lord, give me that water.” And although we may still understand Jesus’ words literally, he tells us: “It is I, the one who speaks with you.” No rite, no devotion, no prayer, no religious practice, sacrifice or offering will give us what we can only receive when we recognize our thirst and need for God.